Para tratar de descubrir estos mecanismos, Matthew Walker, Stephanie Greer y Andrea Goldstein examinaron la actividad cerebral de un grupo de voluntarios con distintos números de horas de sueño acumuladas, tras someterles a la observación de fotografías de manjares con valores calóricos diversos. Sus análisis pusieron de manifiesto que los probandos que se decantaban por los alimentos más calóricos habían dormido menos y presentaban alteraciones en la actividad cerebral en determinadas zonas encefálicas.
En concreto, la falta de horas de descanso determinaría tanto un aumento de la actividad en la amígdala (región subcortical que establece en cada momento el comportamiento en la búsqueda de alimentos) como la disminución de las funciones de otras áreas responsables de evaluar qué tipo de alimentos son necesarios para el cuerpo en un momento determinado. Con todo, en el transcurso del experimento los probandos, sometidos a distintos regímenes dietéticos, manifestaron niveles similares de apetito.
Fuente: Investigación y Ciencia

